Una de las cosas que cualquier ser humano aprende y además rápidamente es que la generosidad en su estado más puro, en su único estado óptimo, es el hábito de dar o compartir con los demás sin recibir nada a cambio.
Curiosamente, en consulta, unos días antes de partir hacia Morella para dar el curso de canto en base al cual se han generado estas reflexiones, hablábamos de su conexión con la hormona oxitocina, muy popular. Por experimentos realizados afectaba dos veces más a la generosidad que al altruismo por su implicación emocional con la persona a la que se dirige.
Nuestra idea en este segundo día de curso es trabajar sobre el ‘reino de la madera’, que está asociada a la generosidad. Antes, queriendo empezar con un recordatorio sobre la madre de la madera, el reino mutante que le precede y a partir del cual se origina, volvemos a la sala de profundis del convento donde el grupo de danzantes circular, perteneciente a la pintura mural al fresco que ocupa prácticamente toda la pared, no ha variado: un noble, la reina, el rey, el Papa, un cardenal, un obispo, un monje cisterciense, un monje benedictino, un fraile menor, un clérigo secular, una mujer de blanco, una monja, un campesino, un judío!, un fraile dominico, una prostituta, un niño, una mujer noble, un burgués y una labradora, por ese orden. Danzan en torno a un cadáver, recordando también la función que tenía la sala de velar a los hermanos menores que fallecían en el convento.
Estamos trabajando con energías sutiles: sonido y luz, movimiento, y después nuestra intención es ir al claustro, florido y hermoso, iluminado por la potente luz de la mañana de este verano. Pero mientras trabajamos el cielo se oscurece como el puño de un avaro que no suelta moneda y, sin darnos tiempo ni opción, nos encierra. Hay un proceso que no se ha completado en esta sala y los elementos nos retienen.
Ante el asombro de todas que no damos crédito al repentino cambio en el curso de los elementos, la sala parece en su ahora más densa oscuridad, más viva que muerta. Como si fuese un vientre que sustenta a las criaturas que alberga, alimentándolas con sustancias etéreas, ligerísimas, pero que dejarán tras su paso huella.
Levanté los ojos y en la parte superior de la derecha mis ojos se encontraron con una escena secundaria del fresco, el de la Muerte Heridora, a la cual representa la figura de un cadáver armado con un arco y un carcaj, disparando flechas contra el Árbol de la Vida. De su boca sale un filacterio en el que se lee: nemini parco (no perdono a nadie).
Lanzan flechas como las agujas de esta lluvia bajo la que me hubiera expuesto sino hubiera sido porque en tres días tendría un concierto. El agua afilada me llamaba, mi carne deseaba ser atravesada por la sustancia que todo lo enjuaga: agua celeste y purificada, pero el vientre amoroso de aquella sala, ‘nuestra casa’ como empezábamos a llamarla, me retuvo y provocó mi calma.
Continuamos intentando aprender la lección de que todo es nada y la tormenta se disipa y pasa y el cielo se abre pariendo una luz prístina que realumbra la mañana.