Fundador de la Orden de los Franciscanos, la vida de San Francisco de Asís, después de saber que teníamos que venir a esta iglesia adscrita al convento de la orden franciscana en Morella, me hizo sentir curiosidad.
En su juventud vivió una vida mundana en la que gustaba de las románticas tradiciones caballerescas que componían los trovadores y propagaban los juglares. Amaba debido a la fogosidad de su temperamento, lo bello y deleitable mientras trabajaba en los negocios de su padre: perfumes, cantos o suntuosos ropajes.
Es bien sabido que provenía de una familia de comerciantes y nobles y su situación económica era despreocupada y que cuando sintió la llamada hacia Dios y su iglesia, que había caído en la Edad Media en una profunda decadencia de principios, renunció a todos los bienes materiales y a cualquier herencia. De rico se hizo pobre. Vivía y esa fue una de las reglas de su orden, de la mendicidad, al contrario de otras órdenes que tenían cuantiosos bienes raíces y percibían buenas rentas. Así, pobre por convicción, quiso vivir y dejar ese testimonio «Andad a predicar diciendo: Cerca está el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos (Un día se encontró con un leproso que le pedía una limosna y le dio un beso), lanzad demonios; de balde lo recibisteis, dadlo de balde. No llevéis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas (tuvo dos de ellas, una regalada…que a su vez regaló para tener solamente la que llevaba puesta), ni zapatos, ni bastón, porque el obrero es acreedor a su mantenimiento. Y en la ciudad o aldea en que entréis, averiguad quién hay en ella digno, y quedaos allí hasta que partáis. Y al entrar en la casa, saludad; y si la casa fuere digna, venga vuestra paz sobre ella, y si no lo fuere, tórnese a vosotros vuestra paz» (Mt. 10,7-13).
Así vivió siendo creador de la orden de Franciscanos, con una vida dedicada a los demás, trabajando en un hospital de leprosos, restaurando iglesias con sus propias fuerzas y compartiendo su mesa con pobres y necesitados, desde la casi indigencia a la que había decidido entregarse.
Al final de sus días, su muerte se acercaba tras la confirmación del médico Buongiovanni, el cual le confesó sin rodeos que su mal era incurable y que moriría en uno o dos meses a lo sumo, a lo que exclamó: ¡Bienvenida mi hermana muerte!.
Fray Elías, le pidió entonces que perdonara y bendijera a todos los hermanos de la Orden y Francisco bendijo a todos, uno por uno, empezando por él, a quien dijo: A ti, hijo, te bendigo en todo y por todo. Y como el Altísimo ha multiplicado el número de mis hermanos e hijos bajo tu dirección, los bendigo a todos en ti y sobre ti. Dios, Rey del universo, te bendiga en el cielo y en la tierra, y yo te bendigo todo lo que puedo y más de lo que puedo. Y lo que yo no pueda, lo haga en ti quien todo lo puede. Se acuerde Dios de tus obras y trabajos y se conserve tu herencia en la retribución de los justos. Que encuentres toda la bendición que deseas y se te conceda lo que pides dignamente.
Cuando sintió que iba a morir pidió que le quitaran sus vestiduras, recostaran sobre la nuda tierra aquel cuerpo maltrecho y llagado y le pusieran un cilicio, aunque el guardián ordenó que se las volvieran a poner. Dicen que cantó tan fuerte como pudo e hizo cantar yendo a recibir a la muerte, sin querer a nadie triste junto a él porque decía iba a entrar en la Gloria, y ahí no cabía pena.
En este momento, mientras escribo y pienso y visualizo aquello que describe mi humilde pluma sin aspiraciones más que a dejar libre mi pensamiento y ordenarlo de esta simple manera, pues todo lo imperecedero ha sido ya dicho por muchas bocas de los dedos antes que la mía, estoy profundamente conmovida.
En esta sociedad en la que un mucho del todo tiene su precio, la gratuidad que predicaba San Francisco es urgente, necesaria, para no llegar a la asfixia espiritual de este tiempo, interesado, como todos los que se vivieron pues el salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de Dios, la vida eterna» (Rom 6,23). La generosidad de dar, no lo que nos sobra, que eso se adjetiva de otro modo, sinó la de compartir con el otro lo indispensable que uno tiene, es quizá pedir mucho, demasiado, para una sociedad como la nuestra, acomodada y sin carencias apenas, que suele girar la vista ante las desgracias ajenas, escudada en que no se sabe si son fingidas o verdaderas.
Pienso en los hombres que he conocido en mi camino. Fueron un referente de cómo no había de hacerse las cosas. Tanto habían aprendido y atesorado que eran faros refulgentes a los que el aprendiz, deslumbrado, intentaba acercarse. Y en cuanto escuchaban el sonido de unos zapatos desconocidos, que no eran sus propios zapatos, corrían a cerrar bajo siete candados, siete cadenas y siete cofres blindados toda aquella información, sus conocimientos,…quizá quieran ser con ellos enterrados.
Pienso en los hombres de los que he sabido en mi camino sin que me conozcan y sin conocerlos, a los que he amado a través de sus obras (lo que cantaron, contaron, escribieron, pintaron…), que fueron un recipiente vacuo, siempre lleno, sin cerraduras, ‘tómelo quien quiera y gócelo, yo ya lo he gozado’. Ángeles custodios de la sabiduría, sastrecillos que saben de ese hilo invisible que une todas las voluntades de los justos y hace que se engarcen y que luzcan otros en sus túnicas y ropajes, los ornatos sin gran boato, del conocimiento sin amo. Sabían del desprendimiento o simplemente sabían que lo que les había sido revelado era para ser puesto en la mesa común de los hombres donde hay verdadera hambre…hambre de conocimiento porque hay glotones que comen el plato ajeno, cuando ya han comido su plato.
Fotografía: el hábito de san Francisco de Asis, su único hábito.
Fotografía de portada: Anthony Van Dyck, el extasis de san francisco de Asis. Acompañado de un ángel músico que toca un laúd.