Bienvenida a casa, prima Mara
Dicen que la música remueve las entrañas del alma. Doy fe. Sobre todo cuando es la voz de Mara Aranda la que se adueña de tus sentidos y te hermana con tu pasado lejano y mestizo. Hay quien asegura que los cimientos de la madre tierra se pueden estremecer al compás de las notas del pentagrama. Doy fe también. Así lo vivimos en el reciente concierto de Mara Aranda y Jota Martínez en la Iglesia de Santa Cruz de Llombai, huella visible del legado de la valenciana casa de los Borja.
A la cita musical acudimos gentes de aquí y de allí. De la Vega de València, el marquesat de Llombai, el Ducat de Gandia, la Safor y la Vall d’Albaida. Gobernantes y gobernados. Eruditos y profanos. De edades y credos variados. Labradores y oficinistas. Y no estuvimos solos. De nuestra mano vinieron nuestros hijos y con ellos, escondidos entre las sombras de las capillas del templo fundado por Sant Francesc de Borja, regresaron también nuestros antepasados, judíos, moros y cristianos. No es una metáfora. A los pies de los adornados altares duermen nuestros ancestros, enterrados en los vasos, carneros y fosas de la Cofradia del Rosario o del Nombre de Jesus, de la familia de los Lloret o de los Romero, amortajados muchos de ellos con el hábito de Santo Domingo.
Aún resonaban los pasos de los religiosos que acompañaron la marcha de nuestros antepasados, con asistencia de capa y cruz, cuando la voz de Mara Aranda emergió al fondo del templo. Se dirigió hacia el altar mayor caminando sobre las losas del viejo templo convertidas en un lecho de hojas de su árbol geneálogico. Porque además de un encuentro con la música medieval, fue el regreso de una hija del Marquesat a sus orígenes. Cinco siglos y una docena de generaciones resumidas en un emotivo ramillete de canciones. Bienvenida a casa, prima Mara.
A los allí presentes nos hermanaba la sangre y la música de nuestros antepasados. Junto a los munícipes y altos cargos del Consell y Les Corts vi sentados en un lugar de honor a Juan Noverques y Margarita Ferrando, padrinos de bautismo de decenas de criaturas en los albores del siglo XVII y antepasados comunes de casi todos los habitantes de Llombai, Catadau y Alfarp, “que són tres pobles de valor, que mengen coca de dacsa i gatxes en ‘tenedor”. Así me lo recitaba con gracia mi añorado padre, bautizado en esta Iglesia de la Santa Cruz justo ahora hace 88 años.
Las pinceladas de una lluvia fina reforzaron los tonos de nostalgia de aquella mañana de sábado. Aún así, el tiempo inestable no impidió que los dos ermitaños de Sant Antoni, Melcior Boix y Vicent Conchell, amigos y consuegros a su vez, bajaran hasta el templo. Los dos varones enmudecieron al entrar tras un peregrinaje de más de dos siglos. Se descubrieron, se santiguaron y tomaron asiento. Dos bancos y siete generaciones les separaban de Laia y Enric, dos hermanos recién llegados de la capital del antiguo reino y sorprendidos ante los artefactos sonoros que manejaba con destreza Jota Martínez.
Porque si Mara Aranda da voz a los que enmudecieron al perder sus raíces en tantos éxodos encadenados, Jota Martínez convierte en carne viva los instrumentos que acompañaron los duelos, festejos y sueños de nuestros antepasados.
Los pobladores del Marquesat salieron, entre cántigas, de la duermevela del olvido. Junto a estos cristianos viejos ocuparon sus aposentos aquellos que habían marchado abrazados al Mare Nostrum, al mare vostrum, a tu mar y el mío, para desparramarse más allá de las peñas altas del Atlas.
A tiro de piedra del centro de Llombai, la solitaria torre de Alèdua, huérfana de los hijos de Alá, se inclinó para escuchar los adornos sonoros que envolvían la leyenda del moro de Consuegra recordada por la artista valenciana. Gracias a ello, Alèdua recordó a sus moradores de antaño, Miquel Furonet, Jeroni Cachoy, Vicent Bornaig… que dejaron la ribera del río Magre por las aguas del Cheliff.
Los ecos de las notas danzarinas de una nuba andalusí se escaparon entre las rendijas del envejecido claustro del antiguo convento dominico. Bajo la imagen de la Verge del Roser, una muchacha de mirada perdida aguardaba impaciente la llegada de su amor, que la recogiese en brazos y la llevase sobre la mula dócil, que llueve menudito y se mojará, como bien cantó Mara Aranda. Dicen que ambas son hijas de Juan Bisbal, aquel labrador de Torrent que se asentó en Catadau tras la expulsión de los moriscos de 1609.
La comitiva oficial, guiada por el gobernador Francisco Benlloch, abandona la Iglesia de Santa Cruz de Llombai. Una mujer de figura esbelta y melena lacia y clara se protege de esa lluvia menudita. Un buen mozo se cruza con ella y le sonríe, con una llave en la mano. Camina de portal en portal, por la calle mayor, acariciando las cerraduras, buscando la morada de sus antepasados. Tal vez sea un ancestro perdido de aquel Pere Salom que llegó hace cuatro siglos de Albalat de Pardines y ha vuelto a recorrer las calles del viejo Alumber, gracias al repertorio de Mara Aranda y Jota Martínez.
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