Después de la tromba de agua del dia anterior aun salimos al claustro, el elemento más antiguo del complejo del primer gótico valenciano, muy austero. El verde era más verde, el rosa, los amarillos dorados. En algún momento tuvo techumbre que cubría sus pandas, las galerías adornadas de arcos trilobulados, a partir de las cuales se distribuían la sala de profundis, el refectorio…
Estamos en el día en el que haremos un recordatorio del reino de la madera donde ayer estuvimos trabajando en torno a nuestro ritmo interno emulando el de todo lo que existe con percusiones ancestrales: un sencillo bastidor sobre el que reposa una piel tensada hasta que el parche percutido vibra y hace audible una nota. Los panderos están perfectamente afinados en la nota en la que resuena a un nivel nuestra estructura, la parte de ella relacionada con la expansión alegre de nuestra energía. Si la materia no participa óptimamente de ese ritmo se malogra. Si una semilla no brota en el tiempo que corresponde se pudre.
Atrás queda el tiempo de oscuridad, de la máxima concentración y volver sobre uno mismo y su circunstancial interioridad para pasar a la máxima expansión. Queda en nosotras el recuerdo de ese espacio místico separado del claustro mediante un gran arco adovelado, custodiado por dos ojos, los ventanales de medio punto con parejas de columnillas, donde hemos removido nuestras aguas más profundas, ahí donde debería reflejarse como en un espejo la generosidad, la alegría, la voluntad,…pero por el momento solo son aguas removidas y turbias que hasta que no reposen no traducirán a nuestro idioma el trabajo que se ha efectuado sobre ese momento principal de nuestro viaje a través del sonido y esta terapia vibracional.
Sobre las galerías de este claustro hubo alguna vez un piso superior que se añadió posteriormente, seguramente a finales del siglo XIV o a principios del XV, probablemente con una techumbre de madera sostenida por pilares octogonales. Ahora el cielo es su techo desde el que las nubes se asoman a mirar de tanto en tanto y a reirse, como alguien que ya lo ha pasado, de nuestros dolores y quebrantos.
“Ya estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria, pero yo preferiría ser hermosa, encender entusiasmos, encender el corazón de los enamorados y ser roja y cálida. Dicen que yo purifico lo que toco, pero más fuerza purificadora tiene el fuego. Quisiera ser fuego y llama”. Así pensaba el agua de río de la montaña. Y, como quería ser fuego, decidió escribir una carta a las alturas para pedir que cambiaran su identidad:
“ Me hicisteis agua, pero me he cansado de ser transparente. Prefiero el color rojo para mí; desearía ser fuego.“
El agua salía todas las mañanas a su orilla para ver si llegaba respuesta. Una tarde pasó una lancha y dejó caer al agua un sobre rojo. El agua lo abrió y leyó:
“Parece que te has cansado de ser agua. Tú preparas el camino del fuego. Mi Espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua siempre es primero que el fuego”.
Mientras el agua estaba embobada leyendo la carta, la Virtud generadora y primigenia bajó a su lado y la contempló en silencio. El agua se miró a sí misma y vio su rostro reflejado en ella, sonriendo, esperando una respuesta. El agua comprendió que el privilegio de reflejar el Rostro sólo lo tiene el agua limpia como un espejo. Desde entonces conoce su fuerza y sabe de su pleomorfismo, el poder adoptar la forma de cualquier recipiente que la contenga, y su transparencia que todo refleja. Y nunca más se la ha oido decir que quiere cambiar su esencia.