Mara Aranda crónica en primera persona Plasencia «Ut placeta Deo et hominibus»
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Llegamos a Plasencia, tras unas horas de coche que recorre de Oriente a Occidente la Piel de Toro, dejando el sol a nuestras espaldas.
La ciudad nos recibe sin sol, pero sin la lluvia que vienen anunciando para hoy. Los cerezos en flor en el Valle del Jerte, formado por el cauce de este río nacido en Calvitero, montañas donde se tocan Cáceres, Salamanca y Ávila, pertenecientes a la Sierra de Gredos, que con su orientación hacia el Océano Atlántico, reciben una influencia benefactora que hace que esta región goce de un clima suave y que permita cultivos no demasiado frecuentes para estas latitudes. Cerezos que de sus múltiples simbolismos: el augurio de buena fortuna, el emblema del amor y afecto y otros, me quedo con aquel de que son una metáfora perdurable de la naturaleza fugaz de la vida.
Con estos pensamientos entro por una de las puertas de acceso a la amurallada ciudad y comienzo a recorrer sus calles. Fundada por Alfonso VIII, del que se celebran este año el 8º centenario de su muerte y concebida en un principio como fortaleza, serpenteo por su casco viejo hasta dar con el hotel.
Nuestra anfitriona nos cuenta que Plasencia, con los árabes, resultaría ser un pequeño núcleo de poblacion bereber. Los judíos llegaron después, tras la Reconquista y mucho antes de que el rey Castellano le concediera los fueros en el siglo XII. En “La Mota”, paraje situado en lo que conocemos como el entorno de la Iglesia de Santo Domingo y el Parador Nacional de Turismo a los que visito después de comer, se construyó la Sinagoga Mayor de la que,se decía “la más mejor y más antigua que había en toda Extremadura”. Por la escalinata de subida al mismo Parador viniendo desde la calle Coria, se encontraría una de las puertas de acceso a la aljama.Y cuentan que en la fuente de la plaza estuvo ubicado el hospital de la Cofradía Judía y que Plasencia contaba también con cárcel propia, baños, panadería comunal, etc.
Caminando por estas calles descubro en el suelo las placas, frente a las casas que pertenecieran antaño a los judíos placentinos, con sus nombres y apellidos, fechas y hasta el número de familiares. Imagino la convivencia durante centurias de judíos y cristianos en diferentes zonas de la ciudad…rabí Moshé Caçes, Yuçé de Medellín, Yuçé Haruso el mozo, Abrahám Cohén, Yudá Caçes, Isay de Oropesa, Isay Pachen, Abrahám Lozano, Jacob Lozano, Leví Alegre, Yudá Alegre son algunos de los nombres a los que me acerco sabiendo que lo hago a un pedazo de historia que merece ser recordada. En ese sentido gracias a la Concejalía de Cultura de la ciudad.
Empieza a llover y mis zapatitos de primavera me aconsejan volver al hotel, recoger el traje de concierto y la maleta y encaminarme, sin tardanza, al complejo cultural Santa María.
Nos da la bienvenida Laura, que nos atenderá maravillosamente durante toda nuestra estancia, en el edificio construído en el s. XVII por Nuño Pérez de Monroy, para dedicarlo a hospital de la época que alberga en la actualidad el Complejo Cultural “Santa María”, adquirido y remodelado en la década de los 80 por la Diputación Provincial con el fin de dotar a Plasencia y el norte de la provincia de un importante Centro Cultural. Las puertas acristaladas que dan al patio interior nos dejan ver las aulas de la escuela de Bellas Artes y se sucede un ir y venir de alumnos que asisten al conservatorio de Música, de la escuela de danza…saltando los charcos y, los más afortunados, con paraguas sobre las cabezas. Situada en la calle Trujillo, en pleno corazón de la judería.
El concierto llega pronto, el tiempo se nos va entre los dedos aunque yo vista de color verde esperanzado y, puntualmente a las 20:30 horas da comienzo nuestro recorrido musical por la tradición sefardita. Jota Martínez dirige la formación, de negro impecable, de plectro preciso; Eduard Navarro, haciendo rugir los vientos antiguos que transportan esporas de unas a otras tierras; Aziz Samsaoui dando testimonio de delicadeza a través de su instrumento, el kanoun, y su respeto hacia los hombres de cualquier credo, siempre que sean buenos hombres y Joansa Maravilla, poniendo el ritmo preciso a cada pieza, cimentando, dejando en cada golpe de su mano un sólido basamento. Vuelven a escucharse, en pleno corazón del antaño barrio judío, los cantos que hablan sobre la alegría ante el desposorío de la hija querida; el regateo de las consuegras ante el ajuar expuesto de la novia; la rabia de la madre que se sabe traicionada por el padre del niño al que canta una canción de cuna en el dolido regazo…El público atento apenas respira en un primer momento, pero conforme avanzan las notas y las pinceladas de emociones y el concierto, acabamos respirando todos al unísono, a un mismo tiempo…por decirlo de algún modo. Las puertas están cerradas y bajo el preciosismo del artesonado del techo solo hay hombres que respiran el aire que el que está junto a él ha respirado hace un momento. Se produce la conjunción durante un instante, la comunión de almas que baten a un mismo tiempo y, antes de que nos demos cuenta, las luces se encienden, los convidados se despiden, los instrumentos vuelven a sus fundas y el pesado telón vuelve a su punto inicial de estático terciopelo.
Sigue lloviendo. En la noche del patio los charcos reflejan los músicos que transportan su vida, dentro de sus instrumentos. Se cierran las puertas del centro y ahí dentro se quedan, entre sus paredes, lo más parecido a la naturaleza fugaz de la vida, a la flor del cerezo.
Gracias a Marisol de la Asociación Cultural ‘El Brocense’, a Laura Tirado y a la Diputación Provincial de Cáceres.